Una nena de diez años corpulenta, retacona, con cachetes rojos y celular en mano corre hasta su progenitora y grita:
—¡¡¡¡¡MAMÁAAAAAAA, LA AAAAAAAAMO, LA-AAAAAAA-MOOOOOOOO!!!!!
Su cuerpo se contorsiona con convulsiones nerviosas, no se puede mantener quieta. Llora y llora.
Estoy en el estadio José María Minella de Mar del Plata. La última y única vez que pisé el mundialista, yo también lloré. Pero no por un ataque de nervios. Fueron gases lacrimógenos. Hace 23 años, Boca le ganaba a River 4 a 0 y a los 15 minutos del segundo tiempo, la hinchada millonaria no se bancó más el baile. La policía entró en acción y con la gentileza que le otorga el monopolio de la fuerza legítima, empezó a reprimir con palos y gases. Ahora bien, Mar del Plata es una ciudad cerca del Océano Atlántico, entonces hay viento. Los gases lacrimógenos viajaron a lo largo de la cancha y llegaron a la popular xeneize, donde estaba yo con un grupo de amigos festejando la goleada y la desgracia rival. En segundos, pasamos de saltar de alegría a taparnos la cara con camisetas y refugiarnos donde podíamos. El caos fue total. La desconcentración fue una catástrofe.
Este 5 de enero mi hija Luciana me escribió un mensaje:
—Pa me enteré que Emilia Mernes va a hacer un concierto en Mar del Plata el 25 de enero. ¿Podríamos ir por mi cumple? Como regalo si se puede.
Lo primero que pensé fue en ese estadio, en la logística, en salir de ahí vivo con chicos. Al día siguiente, Flor me dijo:
—¿Y? ¿Se las compraste? Mirá que la piba convoca, se acaban rápido.
A las 7 de la mañana del día de reyes, me puse a ver el tema de las entradas. Lo único que quedaba era el campo. No vamos a ver nada, pensé. Las compré igual.
A mí Mar del Plata me asusta. La tengo asociada a momentos desagradables como ese Boca - River. Cuando era chico, visitamos La Feliz con mi familia y en dos ocasiones nos afanaron dinero y un estéreo. Los pungas florecen en MDQ.
Mi visión sobre Mardel cambió a lo largo de los años. La empecé a querer, pero con cierta aprehensión, como se quiere a una ex pareja con la que compartiste momentos de felicidad, pero en promedio sabés que te hizo mal. Mar del Plata que me hiciste mal, sin embargo te quiero.
La preocupación por la logística se empezó a agrandar. Sabía que el estadio está en un lugar retirado del centro, de casas bajas y descampados. No es un área inhóspita pero tampoco es un sitio como para andar regalado con chicos chiquitos. ¿Dónde nos vamos a quedar? ¿Cómo vamos a llegar al estadio? ¿Cómo vamos a volver de ahí?
A todo esto, una vez que puse la tarjeta de crédito para la transacción me llegó un mail a los dos días diciendo que todavía la compra de entradas no estaba validada. No iba a tener el QR para acceder al estadio hasta que pusiera un código que sale en el resumen de cuenta de mi tarjeta. En nombre de la ciberseguridad te la hacen más difícil que la tabla del 9. Pasó un día, dos, tres y en los consumos actuales de la tarjeta no aparecía el código numérico para validar la compra. ¿Me habrán estafado? ¿Perdí las entradas? ¿Tendré que comprarlas de vuelta en la reventa? Todo eso se me pasó por la cabeza cada vez que prendía la computadora y el código no aparecía. Hasta que apareció el bendito número y en la aplicación del celular se veía fulgurantes los tres QRs para el campo norte.
El 13 de enero, arrancamos con mis dos hijos para Pinamar. A Luciana le dije que ya tenía la edad para subir del lado del acompañante. Vino armada hasta los dientes con canciones de Emilia Mernes. Puso “.MP3”, el último trabajo de la entrerriana que es un tributo a la década del 2000. Tenía un poco más de diez días para saberme las canciones, para entrar en el calor de sus éxitos, para hacerme fanático. A lo largo del viaje, Luchi me contó todo sobre Emilia. Que había sido cantante de Rombai, que su abuelo a los 15 años le regaló una guitarra, que tenía dos álbumes en estudio y uno en vivo, que su pareja era Duki. Le dije que el día del recital yo me iba a comprar una remera XL de Emilia y que la iba a pasar a buscar por el colegio con la casaca puesta. Luchi y Axel se rieron pensando en la imagen, sabían que era una joda. Axel en la butaca de atrás cantó todas las canciones una y otra vez, se sabía las letras porque la combi que lo lleva al colegio pone todas las mañanas Radio Disney. Luchi a pesar de los límites del auto, con sus brazos y cadera, ensayó las coreografías de la superestrella de Nogoyá.
—Vamos a hacer una cosa. Me voy aprender una de las coreografías y la vamos a compartir en una story— dije.
—¿Promesa de meñique?— contestó Luchi con la cara iluminada y su dedo en alto.
—Promesa de meñique— respondí entrecruzando mi dedo con el de ella y ahí se escuchó otra carcajada de Axel.
Durante tres días consecutivos, volvimos de la playa y corrimos los muebles del comedor para transformarlo en una sala de danza. Le dije a Luchi que íbamos a dividir la coreo en tres secciones. Yo no me iba a poder acordar todos los movimientos de una. Eso hicimos. Elegimos el hit “La original”, un trap-pop que Emilia canta con Tini que fue el tema de moda del verano pasado. Esa que dice:
Cuando se apaga la TV, eh eh eh eh eh
Se siente bien portarse mal, ah ah ah ah ah
Nos vamo' a desconocer
Hoy vo’ va a conocer
La versión original, ah ah ah ah ah
En general, soy coordinado. Pero una cosa es bailar libre y otra es memorizar pasos con el ritmo de una canción. El segundo ensayo fue extenuante. No me salía el empalme de la primera sección con la segunda. Luchi estaba muy concentrada en su rol de coach. Ensayé el empalme sin la música una y otra vez. Un, dos. Un, dos. Un, dos, tres, dos. Después le pedí que pusiéramos la canción. Memoricé el ritmo que aceleró el tempo de mis movimientos. Me perdía, transpiré, controlé mi impulso de abandonar, me saqué la remera, me obsesioné. Me salió.
—Ay papi, te amo—dijo Luchi ante mi esfuerzo y concentración.
El empalme de la tercera sección fue mucho más sencillo. Le pedimos a Axel que nos grabara y que controle sus carcajadas. Se paró en una silla y encuadró perfecto la escena y la sincronía. Ya estábamos listos para Emilia. Solo faltaba la logística.
Les mandé mensajes a mis amigos que viven en Mardel. Traté de encontrar respuestas a mis preocupaciones. V.C. me dijo que dejara el auto en las transversales cerca del estadio y que me moviera en taxi. M.O. me dijo que de lo único que me tenía que preocupar era de los pungas. Miré una y otra vez el mapa de Mar del Plata por Google Maps. Miré la distancia desde el centro al estadio. Era imposible volver caminando. Me metí en Booking y reservé una habitación con tres camas simples en el Hotel Compostela, un hotel céntrico sin glamour que, imagino, tuvo tiempos de esplendor.
El 25 de enero nos despertamos, desayunamos unas tostadas con dulce de leche y nos largamos a Mar del Plata por la nunca bien ponderada ni mantenida ruta 11. Con Emilia al taco en el estéreo vimos pasar los accesos a las diferentes localidades balnearias. Ya me sabía varias canciones de Emilia, todas con alto contenido erótico que, como padre, tuve que hacerme el distraído para no quedar como un carcamán.
Al llegar hicimos el check-in en el Compostela que por su hall con sillones raídos y sus habitaciones quedadas en la década del 80 merecería un capítulo aparte. Intenté con vergüenza explicar que era parte de la aventura estar en un lugar tan decadente. A mis hijos no les importaba nada. Ante todo la diversión y la economía familiar.
Ese fin de semana Mar del Plata era un hervidero de gente, salimos del hotel al encuentro con M.O. y su hija en Torombolo sobre la calle Alem. No nos veíamos hacía 20 años cuando militamos en una agrupación en la que ahora hay intendentes, ministros, funcionarios actuales y del ayer. Comimos nachos y burritos made in MDQ y un helado en Lucciano’s.
—¿No querés que los guíe ahora hasta el estadio, dejan el auto y yo los dejo en el hotel? Va a ser lo mejor —dijo M.O. y con esas palabras me solucionó el único bache de la logística que tenía.
A las cuatro y media de una tarde que ardía, dejamos mi auto en la calle España entre Vieytes y Larrea, en el espacio que había entre dos garajes de unas casas bajas. El cielo estaba despejado, hacía calor y solo se escuchaba el gorjeo de unas palomas. El Estadio José María Minella quedaba a una cuadra y media. Delante había un auto con cuatro personas estacionadas comiendo bananas. En la luneta había dos gorras con el logo de Emilia. Intuí que estaban esperando la apertura del estadio para llegar a primera hora. Ese no era mi plan. Subí a mis hijos a la camioneta de M.O.
—Hiciste bien. Esto en una hora va a ser un hormiguero—dijo M.O. mientras volvíamos por 20 de septiembre para retomar por avenida Colón y volver al hotel. [SIGUE EL MIERCOLES QUE VIENE]
Genial el detalle del video. Un valiente.
Sos un genio, esto va a ser un hermoso recuerdo familiar. 💚