Me gusta decir cosas incómodas. Creo que tiene que ver con mi propia experiencia con la incomodidad. Desde un lugar u otro, siempre me sentí distinta. Cuando todas mis amigas veían “Chiquititas”, yo prefería jugar con muñecos de Jurassic Park. Y en la adolescencia, yo era considerada “particular” por leer libros y asistir a talleres de escritura. Pude haber optado por el ostracismo social. Pero gracias a mi capacidad de combinar lo exótico con lo corriente —al igual que hago con mi ropa— poder seguir siendo yo sin padecer las penurias de ser la rara. La única fórmula para hacerlo es sintiéndose cómoda en la incomodidad.
Lo mismo me ocurre en el plano del diálogo. Un amigo me introdujo al concepto de “espirales del silencio". Este concepto, acuñado por la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann, establece que las personas sondean las reacciones de sus pares a sus opiniones. Noelle-Neumann asume que los individuos tienen miedo al aislamiento social y por ende, si notan que lo que dicen no es bien recibido, prefieren callarse y subirse a la ola de la mayoría. ¿Nunca les pasó de decir algo y que repentinamente, todos se queden callados mientras intercambian miradas cómplices? Eso sí que es incómodo. Pero como dije antes, a mí me gusta explorar ese terreno.
Primero, me gusta exponer a aquel que censura. A ver, por supuesto que hay opiniones que deben ser condenables como por ejemplo, pensar que las dictaduras tienen algo de bueno o que el matrimonio homosexual debe ser ilegal. Pero no hablo de esas situaciones de desaprobación. Hablo de cuando una mujer menciona la masturbación en una mesa y la miran mal porque no es digno de una dama. O cuando alguien admite tomar psicofármacos y de repente. es catalogado como loco o peor, como infeliz. Cuando algo de todo eso me pasa, lejos de silenciarme, me inspiro. Y les aconsejo que hagan lo mismo la próxima vez que les suceda.
La otra razón por la cual me gusta transitar el campo minado de los diálogos es porque sé que muchas veces al otro le hace bien hablar de lo que no se debe hablar. Hace poco, pasé por una situación así.
Nicolás y yo viajamos con nuestro bebé Simón a Barcelona para visitar a mi cuñada. Una noche, aproveché para ver a una amiga que también vive ahí. Simón se había quedado dormido antes de la cena y entonces Nicolás se quedó con él en el hotel. Así que salimos a comer Sara, su novio Fabricio y yo. Fuimos a un lugar de tapas espectacular. Pero se ve que no tan espectacular como para borrar la cara de malestar de Fabricio. ¿Tanto se había ofendido porque mi marido no pudo ir? ¿Tan difícil era entender que no se podía dejar solo a un crío de apenas un año? Decidí concentrarme en mi amiga y en la comida lo que fue bastante fácil considerando que mi amistad con Sara y la cocina española son de mis favoritas. Fabricio se levantó de la mesa para ir al baño. Por fin. Aunque sea un rato de tranquilidad. Pero pronto, la tranquilidad se tornó en enojo. Claramente, no había ido al toilette. Estaba afuera haciendo tiempo o vaya a saber qué.
—Uy— dijo Sara— Fabricio me está diciendo que los padres lo llamaron para decirle que al final, no van a venir a visitarnos.—
Ahí me di cuenta de que la ausencia de mi marido no era la causa de su malestar. A Fabricio le molestaba otra falta. Después de un rato, volvió a la mesa:
—El cáncer de mi papá se complicó y le dijeron que no es aconsejable que viaje— dijo Fabricio.
En general, ante estas situaciones, las personas cambian de tema, fingen demencia o lo que sea para salir cuanto antes de la incomodidad. Pero a mí me gusta involucrarme. Le pregunté qué tipo de cáncer tenía. Tanteé el territorio, quise ver hasta dónde él quería hablar. Me contestó que era leucemia. Y como si hubiera adivinado mi próxima pregunta, me explicó por qué se intensificó. A pesar de la confirmación de la metástasis me dijo que al padre lo notaba de buen humor.
—Eso es lo que lo hace un gran papá–dije.
Fabricio sonrió y recién ahí pudo probar el carpaccio de atún. Hablamos de enfermedad, de muerte, de los padres que envejecen, y de la adultez sin filtro. Sin incomodidad.
Para el final de la cena, nos reímos a carcajadas al imaginar a la mamá de Fabricio aprovechando el traspié para viajar sola y tranquila.
—No hay mal que por bien no venga, ¿no?— dijo Fabricio.
—Cansado de triunfar tu viejo, eh—le contesté y escupió el vino de la risa.
Cuando llegó la cuenta, saqué mi tarjeta, pero ellos insistieron en invitarme. Probablemente, haya sido un gesto por ser los anfitriones de la ciudad. Pero me gusta pensar que es porque pudimos hablar y sobrepasar la incomodidad.
Me encantó esta reflexión! Cómo hacer para no sentirse incómoda con situaciones ajenas, cuando uno siempre piensa que la mala cara o el mal humor pasa por uno mismo… y no contempla las otras variantes externas.